domingo, 2 de octubre de 2016

De las intervenciones para administrar y otros demonios


Cada vez que se presentan crisis en la prestación de un servicio público, ante las cuales la opinión se pone muy sensible, surge la iniciativa de caerle a quien está más a la mano, usualmente la empresa prestadora del servicio. Se cree que la magnitud de la crisis exige una fuerte acción del Estado, y por esa razón promueven que este intervenga las empresas privadas para resolver el problema. Por lo tanto, piden, cuando hay problemas en la salud, que intervengan a fulano, o si hay problemas en la generación de energía, que intervengan a sutano y, si el problema es agudo en la distribución de electricidad, proponen que perencejo sea intervenido.

Después, una vez se decreta la intervención, baja la presión y todos los involucrados se sienten aliviados y complacidos de que se cumplió con el propósito. Excepto, por supuesto, los dueños de la intervenida, que durante mucho tiempo han luchado contra la indiferencia estatal para corregir los problemas de fondo y que ven, con pavor, que su empresa va a ser manejada por un ave de paso, sin experiencia en el tema y sin saber cuál va a ser el propósito del Estado con la compañía intervenida.
Con la intervención se da el mensaje de que los problemas “ahora sí” se van a resolver, pues el diagnóstico implícito de esa intervención consiste en que el problema tiene origen en el mal comportamiento de alguien (la empresa privada intervenida) y no que existan problemas estructurales en el sector. Es normal que exista la sensación de que no hay problemas de fondo, pues de ellos poco se conoce. Antes de cada crisis, los privados detectan los problemas graves y para solucionarlos han venido pidiendo cosas, pero usualmente esas peticiones no trascienden a los medios o a la opinión. Esas discusiones se producen silenciosamente entre las empresas prestadoras, sus gremios y unos pocos funcionarios públicos especializados, porque los temas y problemas de las regulaciones de cada sector son complejos y su evaluación normalmente está circunscrita a los verdaderamente entendidos. El público no entiende de valores de la UPC, cargos por confiabilidad, Dt y otros conceptos surrealistas: solo entiende de esperas en urgencias, citas con especialistas, sequías, inundaciones y cortes de luz. Y cuando estalla la crisis, la discusión se sale de madre y nadie piensa en los problemas estructurales sino en hallar un culpable. Los medios se llenan de seudoexpertos y todos exigen acciones prontas, cuando lo que ha debido ocurrir son correcciones oportunas a los problemas evidentes de las regulaciones, pero que en medio de la crisis son tardías en cuanto a sus efectos.
Los ejemplos de esta peligrosa evolución son abundantes. Cuando en 2011 el Gobierno evidenció serios problemas en la prestación de la seguridad social en salud, corrió a intervenir una de las compañías más grandes de ese sector. Han pasado los años, ya más de cinco con esa empresa intervenida, y continúan los problemas estructurales de la salud, que no se corrigieron con la intervención, y también los de la empresa. Y al no existir reglas robustas en ese sector, va a resultar poco menos que imposible hacer viable la venta de esa compañía. 
Otro ejemplo surgió recientemente cuando se hizo inminente el racionamiento de energía a finales del año pasado y en los medios empezaron a crucificar a las generadoras térmicas. Una de ellas tiró la toalla y vino la intervención. Oh sorpresa, y el país logró superar en los meses siguientes el bache determinado por El Niño gracias a que las térmicas generaron a plena capacidad. La situación que dio lugar a la intervención de Termocandelaria no fue que esta no pudiera generar energía, sino que hacerlo en las condiciones regulatorias representaba un suicidio financiero. Recientemente el Gobierno tuvo que reversar la intervención, pues la compañía terminó superando las causas de la misma. El milagro se produjo porque la generación eléctrica de esa planta se remuneró adecuadamente durante el periodo de intervención, que era precisamente lo que pedían los dueños privados antes de la intervención, y no por la habilidad financiera o técnica de su operador transitorio.
La crisis de este mes es la distribución eléctrica en la Costa Atlántica y todos a una piden la intervención. El público, los políticos, los usuarios, en coro, piden la intervención de la compañía para arreglar el problema. El Gobierno tiene que tener mucho cuidado al considerar ese paso porque le puede pasar que, como en el caso de Saludcoop, termine amarrado al problema durante muchos años, sin arreglarlo y sin perspectivas de poderlo resolver como ocurrió durante años con las distribuidoras eléctricas de propiedad estatal. O, peor aún, de pronto ocurre que el Gobierno termine haciendo durante la eventual intervención lo que le ha pedido el privado antes de intervenirlo, para luego devolvérsela con el rabo entre las piernas. Me parece que las lecciones ya numerosas de intervenciones recientes deben utilizarse para evaluar muy bien lo que se va a hacer en esta nueva crisis, pues el paganini de una mala solución siempre es el consumidor.

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