Érase una vez una madre
- así comienza esta historia encontrada en un viejo libro de vida de monjes, y
escrita en los primeros siglos de la Iglesia -. Érase una vez una madre -digo- que
estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en
que ella los había educado. Mal aconsejados por sus maestros de retórica,
habían abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban
entregando a una vida licenciosa desbarrancándose cada día más por la pendiente
del vicio.
Y bien. Esta madre fue un
día a desahogar su congoja con un santo eremita que vivía en el desierto de la
Tebaida. Era este un santo monje, de los de antes, que se había ido al desierto
a fin de estar en la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la
oración. A él acudían cuantos se sentían atormentados por la vida o los
demonios difíciles de expulsar.
Fue así que esta madre
de nuestra historia se encontró con el santo monje en su ermita, y le abrió el
corazón contándole toda su congoja. Su esposo había muerto cuando sus hijos
eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado.
Había puesto todo su empeño en recordarles permanentemente la figura del padre
ausente, a fin de que los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una
motivación para seguir su ejemplo.
Pero, heme aquí, que
ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por las doctrinas de maestros
que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella sentía que todo
el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando. ¿Qué hacer? Retirar a sus hijos
de la escuela, era exponerlos a que suspendidos sus estudios, terminaran por
sumergirse aún más en los vicios por dedicarse al ocio y vagancia del teatro o
el circo.
Lo peor de la situación
era que ella misma ya no sabía qué actitud tomar respecto a sus convicciones
religiosas y personales. Porque si éstas no habían servido para mantener a sus
propios hijos en la buena senda, quizá fuera un indicio de que ella también
estaba equivocada. En fin, al dolor se sumaba la dura y el desconcierto no
sabiendo qué sentido podría tener ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su
esposo difunto.
Todo esto y muchas
otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en silencio y con
cariño. Cuando terminó su exposición, el monje continuó en silencio mirándola.
Finalmente se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la
ventana. Daba esta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un
arbusto, y atada a su tronco una burra con sus dos burritos mellizos.
- ¿Qué
ves?, -le preguntó a la mujer quien respondió-:
- Veo
una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritos que retozan a su
alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan
corriendo por detrás de la colina donde parecen perderse, para aparecer
enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han venido haciendo desde que
llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba.
- Has
visto bien -le respondió el ermitaño-. Aprende de la burra. Ella permanece
atada y tranquila. Deja que sus burritos retocen y se vayan. Pero su presencia
allí es un continuo punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan
a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se
perderían los tres en el desierto.
Tu fidelidad es el mejor
método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den
cuenta de que están extraviados. Sé fiel y conservarás tu paz, aún en la
soledad y el dolor. Diciendo esto la bendijo, y la mujer retornó a su casa con
la paz en su corazón adolorido.
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