Había una vez, en un
pequeño pueblo, un viejo cura párroco famoso y respetado por su sabiduría y su
bondad. Su parroquia, bastante alejada de la plaza central del pueblo, se
mantenía casi ignorada y oscura durante todo el año. Sin embargo, cada
diciembre cuando se acercaba la Navidad, la calle entera de la iglesia parecía
adquirir luz propia. Es verdad que el desproporcionado árbol de Navidad
que el anciano armaba en el ciprés de la vereda, frente a la iglesia, irradiaba
un brillo incomparable, pero no era sólo eso. Cada ladrillo del frente
del viejo edificio parecía iluminarse desde adentro y alumbrar la que hasta
unas horas antes era una de las calles más oscuras del barrio.
Desde la otra punta del
pueblo se veía la luminosidad que parecía expandirse desde la vieja parroquia
elevándose en el cielo. Quizá por eso, quizá por la nobleza del viejo
cura, hombre puro de alma y espíritu y sacerdote de fe inquebrantable, quizá
por la suma de todas las cosas, la Navidad traía al pueblo un hecho que para
muchos representaba su milagro navideño. Cada año, para estas fechas,
todos los que tenían un deseo insatisfecho, una herida en el alma o la
imperiosa necesidad de algo importante que no habían podido lograr, iban a ver
al viejo cura. El se reunía con ellos, los escuchaba, y los convocaba
para que prepararan su corazón para un milagro antes de la Natividad.
Cuando el día esperado
llegaba y todos estaban reunidos frente a la parroquia, el cura
encendía algunas velas más alrededor del árbol, y luego recitaba una
oración en voz muy baja (como si fuera para él mismo).
Dicen, que cada Navidad Dios escuchaba las palabras del párroco cuando
hablaba. Dicen que a Dios le gustaban tanto las palabras que decía, dicen
que se fascinaba tanto con aquel árbol de Navidad iluminado de esa manera,
dicen que disfrutaba tanto de esa reunión cada Nochebuena, que no podía
resistir el pedido del cura y concedía los deseos de las personas que ahí
estaban, aliviaba sus heridas y satisfacía sus necesidades.
Cuando el anciano
murió, y se acercaron las navidades, la gente se dio cuenta que nadie podría
reemplazar a su querido párroco. Cuando llegó diciembre, sin embargo,
decidieron de todas maneras armar el árbol de Navidad frente a la parroquia e
iluminarla como lo hacía en vida el sacerdote. Y esa Nochebuena,
siguiendo la tradición que el cura había instituido, todos los que tenían
necesidades y deseos insatisfechos se reunieron en la vereda y encendieron
velas como lo hacía el viejo párroco. Se hizo un silencio.
Nadie sabía lo que el viejo párroco decía cuando el árbol se iluminaba por
completo. Como no conocían las palabras, empezaron a cantar una
canción, recitaron unos salmos, y al final se miraron a los ojos compartiendo
en voz alta sus dolores, alegrías y temores en ese mismo lugar, alrededor del
árbol.
Y dicen... que Dios
disfrutó tanto de esa gente reunida alrededor del ciprés, frente a la vieja
parroquia, hermanados en sus deseos, que aunque nadie dijo las palabras
adecuadas, igual sintió el deseo de satisfacer a todos los que ahí
estaban. Y lo hizo. Desde entonces, cada Nochebuena en aquella
parroquia, alrededor de ese árbol tan especial, algunos milagros
ocurrían.
El tiempo ha pasado y de
generación en generación, la sabiduría se ha ido perdiendo. Y aquí
estamos nosotros. Nosotros no sabemos cuál es el pueblo donde está la
parroquia. Nunca conocimos al bondadoso anciano y mucho menos sabemos
cuáles eran sus mágicas palabras. Nosotros ni siquiera sabemos cómo
armar nuestro árbol de la manera en que él lo hacía. Sin embargo, hay dos
cosas que sí sabemos: sabemos esta historia, y sabemos que Dios adora
tanto este cuento, que disfruta tanto de las historias navideñas, que
basta que alguien cuente esta leyenda y que alguien la escuche, para que
Él, complacido, satisfaga cualquier necesidad, alivie cualquier dolor y conceda
cualquier deseo a todos los que todavía, aunque sea un poco, creen en la magia
de la Navidad.
FELIZ NAVIDAD
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